Textos: Prólogo de Antenor Orrego a la Primera Edición de Trilce, novela de César Vallejo, en 1922
Para entender a Vallejo
Antenor Orrego, Trujillo Setiembre de 1922.
Tomado de: http://umbral.perucultural.org.pe/textos/artic15_6.doc
I. Conocimiento
Bien quisiera yo, con harto y ubérrimo corazón, que estas palabras mías al frente del gran libro de César Vallejo, que marca una superación estética en la gesta mental de América, fueran nada más que lírico grito de amor, tenue vibración del torbellino musical que ha suscitado siempre en mí la vida y la obra de este hermano genial. Así debería ser, pero mi amor no puede eludir el conocimiento. Pienso que sólo quien comprende es el que con más veracidad ama, y que sólo quien ama es el que más entrañablemente comprende. Hay, pues, una mayor o menor veracidad en el amor, tanto o más que en el conocimiento que extrae para sí el máximum de comprensión que necesita para su amor.
Una áurea mañana el niño se llena de estupor ante el sutil juego dinámico, ante los gritos inarticulados de su muñeco. Su asombrada puerilidad toca por primera vez las puertas del misterio. Espera que el milagro que se produce en sí mismo, el milagro de la vida, le pueda ser revelado por esta criatura mecánica que tiene en sus manos. El futuro hombre esgrime sus nervios, su corazón, su cerebro y su valor para lanzarse en su primera aventura de conocimiento. ¿Por qué? gritan sus entrañas desde lo más ascendrado de su ser. Y este primer “por qué” rompe, con dolorida angustia, el desfile innumerable de “por qués” que signan los escalones vitales del hombre, hasta el último, el de la muerte. El niño decide destripar su muñeco. Lo destripa.
Tras de haber vaciado las entrañas de trapo y de aserrín, tras de haber examinado atentamente la arquitectura de su juguete, tras de haber apartado pieza por pieza todo el montaje interior, tras de haber eliminado todo lo puramente formal en busca de las esencias, el investigador se encuentra ante el primer cadáver de ilusión, ante el primer conocimiento. Un tenue alambrillo arrollado en espiral; he aquí dónde residía, íntegramente, el secreto de la maravilla dinámica del muñeco. Esto no es la vida; esto es una mixtificación de la vida.
El niño acaba de descubrir las técnicas, que a su vez, no son sino los instrumentos para expresar los estilos. El muñeco no es vida, pero puede ser un estilo de la vida.
He aquí, a mi juicio, la posición fundamental de César Vallejo con respecto a la poesía. Niño de prodigiosa virginidad busca el secreto de la vida en sí misma. Ha tenido sus muñecos en los cuales creía encontrar el principio primordial del gran arcano. Ha descubierto que las artes no son sino versiones parciales, versiones escuetas, estilizadas del Universo. Ha descubierto los estilos y los fundamentos para expresarlos: las técnicas.
César Vallejo está destripando los muñecos de la retórica. Los ha destripado ya.
El poeta quiere dar una versión más directa, más caliente y cercana de la vida. El poeta ha hecho pedazos todos los alambritos convencionales y mecánicos. Quiere encontrar otra técnica que le permita expresar con más veracidad y lealtad su estilo de la vida.
La América Latina creo yo no asistió jamás a un caso de tal virginidad poética. Es preciso ascender hasta Walt Whitman para sugerir, por comparación de actitudes vitales, la puerilidad genial del poeta peruano. De esta labor ya se encargará la crítica inteligente; si no hoy, mañana.
II Introspección estética
El poeta quisiera vencer la trágica limitación del hombre para verter a Dios. El poeta quisiera librarse del yugo de las técnicas para expresar el crudo temblor de la Naturaleza. Más aún, el poeta quisiera matar el estilo para traducir la desnuda y fluida presencia del ser. El poeta quisiera conocer sin estilo. Pero antes que poeta es hombre, y como hombre ama también su límite. Sabe que es éste condición inexorable de su expresión. Que el conocimiento al ser expresado mata un tanto el conocimiento. Pero quiere un límite lo menos límite posible. Pues si hay necesidad de un estilo y de una técnica, que sean lo menos estilo y lo menos técnica.
Es así como César Vallejo, por una genial y, tal vez, hasta ahora, inconsciente intuición, de lo que son en esencia las técnicas y los estilos, despoja su expresión poética de todo asomo de retórica, por lo menos, de lo que hasta aquí se ha entendido por retórica, para llegar a la sencilla prístina, a la pueril y edénica simplicidad del verbo. Las palabras en su boca no están agobiadas de tradición literaria, están preñadas de emoción vital, están preñadas de desnudo temblor. Sus palabras no han sido dichas, acaban de nacer. El poeta rompe a hablar, porque acaba de descubrir el verbo. Está ante la primera mañana de la Creación y apenas ha tenido tiempo de relacionar su lenguaje con el lenguaje de los hombres. Por eso es su decir tan personal, y como prescinde de los hombres para expresar al Hombre, su arte es ecuménico, es universal.
Los demás hombres vemos anatómicamente las cosas. Asistimos a la vida como estudiantes de medicina ante un anfiteatro. Nuestra labor es una labor de disección. Tenemos conocimiento de la pieza anatómica, pero no del todo vivo. Nuestro plano de perspectiva es tan inmediato que el árbol nos oculta al bosque. Vemos los órganos de la vida, separados, clasificados, abstraídos, pero no vemos el temblor vital que palpita en el conjunto. En una palabra, hacemos análisis del hombre, pero no síntesis del hombre.
La pupila de este poeta percibe el panorama humano. Reconstruye lo que en nosotros se encontraba disperso. Toma la pieza anatómica y lo encaja en su lugar funcional. Retrae hacia su origen la esencia del ser, bastante oscurecida, chafada, desvitalizada por su carga intelectual de tradición. De este modo llega su arte a expresar al hombre eterno y a la eternidad del hombre, pese a la ubicación local o nacional de su emoción. Su plano de perspectiva está colocado en tal punto que le permite tener la percepción, a la vez, del árbol y del bosque.
El poeta asume entonces su máximo rol de humanidad, lo que equivale a su más alto rol de expresión, lo que equivale, a su vez, a su máximo rol estético. El hombre solo expresándose se relaciona con el mundo, se conecta con los demás hombres y es por esta condición que alcanza su humanidad; y la estética es, a la postre, expresión. El ser absolutamente inexpresivo no existe, es un ente de pura abstracción. Si existiera sería la negación de toda facultad estética, de toda condición humana.
El poeta habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y ama universalmente. Así es como han procedido siempre los grandes creadores. Han renovado los lenguajes y las técnicas, pero han expresado el fondo común humano que es eterno. Nosotros procedemos a la inversa. Particularizamos, estrechamos, desvitalizamos nuestro corazón y nuestro pensamiento, en cambio hablamos, nos expresamos, nos servimos de técnicas que son universales y comunes. El creador vitaliza los lenguajes y las técnicas particularizándolas, nosotros particularizamos y estrechamos el corazón humano desvitalizándolo. Él hace síntesis constructiva, nosotros anatomía disgregadora. Nosotros desarticulamos para conocer, él conoce articulando. Él acerca y conecta eslabones, nosotros alejamos y dislocamos piezas. Él descubre y acopla identidades, nosotros acentuamos y separamos diferencias. Para nosotros entre ser y ser, entre forma y forma hay abismos; para él, entre ser y ser, entre forma y forma no hay sino continuidades. Nosotros percibimos los tabiques, él percibe las trayectorias. Él mira a la Naturaleza en su integridad, que es vida; nosotros miramos la Naturaleza en sus partes, que es muerte. Él percibe la vida trémula y agitada, en toda su vehemencia funcional, nosotros la percibimos como clasificación, es decir, como cadáver. Él mira al hombre en su destino, nosotros lo miramos en su anatomía y, a lo sumo, en su fisiología. Él se siente continente del hombre, nosotros nos sentimos contenidos del hombre. Él es cauce de humanidad, nosotros células o elementos de humanidad. Él dice: tú eres semejante a todos, nosotros decimos: tú eres distinto de todos. Nosotros aislamos al hombre del Universo, él le liga totalmente, le hace solidario. Nosotros particularizamos al mundo, él universaliza al hombre.
III. El vehículo musical
En toda expresión estética hay un quid divinum, un ritmo secreto de entrañada interioridad, un hálito latente que no está en la literalidad de la expresión, una ánima ingrávida y eternizada que no está en las partes sino en el conjunto, una aureola que no reside en la obra sino sobre o dentro de la obra, la cual no es sino la virtualidad musical de sugerencia. Las artes todas; pintura, escultura, poesía aspiran, en sus máximas altitudes, a la expresión musical. Los grandes creadores solo lo fueron a condición de haber llegado a la música de su arte y de su estilo.
Y es que la música es el elemento primario del Universo. Es la expresión en que la forma se desmaterializa casi totalmente. Se ha despojado de toda su carga fisiológica para intentar una traducción más cercana y directa del corazón del hombre y del corazón del mundo. Es la máxima potencia de estilización del Universo, tanto, que a veces una sola nota que vibra nos abre inmensas perspectivas de conocimiento y de emoción vitales. Las mayores intuiciones, aquellas que colonizan para la conciencia extensas zonas de pensamiento, nos asaltan como meros motivos melódicos, que el cerebro se encarga, después, de ordenarlas, de explicarles y de hacerlas carne de verbo. Cuando las artes y los artistas han vencido los planos inferiores de expresión llegan a un punto de intersección o de convergencia, a un punto de abrazo, que es el ritmo. Allí se sienten semejantes; más, se sienten unos. Es el lazo de relación para todas las conciencias, posiblemente aún hasta para la materia yerta que nos parece sumida en un sueño de eternidad.
Una misma sugerencia vital al ser expresada por un escultor, por un pintor, por un pensador, por un poeta, a pesar de los diversos caminos, de los diversos instrumentos que emplean y de las diversas formas en que se concreta, alcanza un ritmo único que traduce, a la postre, la misma esencia. Esto nos explica por qué un pensamiento, una acción, un cuadro, una escultura, se nos presentan a veces con el mismo aire familiar, como si procedieran del mismo punto generativo. Esto no es sino la latencia o presencia rítmica que mora en la entraña de cada ser y de cada cosa y que constituye el ánima mater de la ecuménica y secreta trabazón del Mundo.
Pues bien, este ritmo no lo crea el artista, es una cosa dada ya, que solo reclama ser descubierta. He aquí la más grande función del artista: descubrir el ritmo, y por medio de su arte, expresarlo. El artista no es sino un simple vehículo o conductor. Este es el único sentido de la palabra creación. Los ritmos de las cosas están esperando, desde toda eternidad, un revelador. Darío dijo, si mal no recuerdo, que cada cosa está aguardando su instante de infinito. Este instante no es sino aquel en que el artista descubre el ritmo de cada cosa o de cada ser, que, al mismo tiempo que lo relaciona con el Universo, también lo determina.
Y es tiempo de que volvamos los ojos al poeta de “Trilce”. ¡Cuántos “instantes de infinito” descubiertos y colonizados ya para el espíritu humano, han establecido su morada en el libro maravilloso llamando ojos, nervios, cerebros y corazones para que descubran a su vez, lo que el poeta descubrió! ¡Cuántas trémulas palpitaciones de las cosas recogidas allí para que el corazón del hombre se conozca más, se descubra más y ame más! ¡Cuánta música que dormía su sueño de eternidad, que viene a henchir de ritmo nuestra alegría y nuestro dolor de conocimiento...!
El poeta ha descubierto de nuevo la eternidad del hombre; ha descubierto los valores primigenios del alma humana que son por esto mismo, los valores primigenios de la vida, elevándolos a una extraordinaria altura metafísica. En el habla española, solamente Darío alcanzó, en algunos instantes, en los mejores, este vuelo en que el ala a fuerza de ascender se desdibuja y se esfuma para la pupila humana. Son los próceres Himalayas del espíritu en que el pensamiento es metafísica, y la metafísica es trance emotivo, y el trance emotivo es ritmo.
El poeta llega a estas regiones enteramente desnudo. Desnudo de convención y de artificio. La veste retórica, el paramento literario, como humilde trapillo de indigente, yace abandonado y desgarrado, y el varón edénico presenta su carne a los besos de la luz, a los hálitos de la noche, al temblor de las estrellas...
Y tú también, lector, vas a presentarte desnudo, abandonando tu trapillo literario, para llegar al poeta. Si sabes algo, has como si no supieras nada; la virginidad emotiva y rítmica de “Trilce” niégase a ser poseída por el presuntuoso ensoberbecimiento del que “todo lo sabe”, quiere carne pura que no esté maculada de malicia. No vayas a juzgar; anda a amar, anda a temblar.
IV. La vida circunstancial del hombre
Por el tiempo en que el poeta rompe a decir sus primeros ritmos, en oscura ciudad de América, en Trujillo, aldea agraria y de universitarias presunciones, de vida sosegada y mansa, como sus verdes y estáticos cañaverales, nace la acendrada fraternidad, que nunca hubo de declinar, entre el que estas palabras escribe y el mágico creador de “Trilce”. Era él un humilde estudiante serrano, con modestas ansias de doctorarse, como tantos pobres indios que engulle despiadadamente, la Universidad. Recuerdo aquel día, vívido y florecido aun en mi corazón, en que el azar me trajo a las manos “Aldeana”, pequeño poemita rural, de deleitoso ambiente cerril y campesino. Fue el “sésamo ábrete” que me franqueó la abismática riqueza del artista. Mi admiración y mi amor rindiéronse genuflexos ante el indio maravilloso. Comenzaba a forjarse, a yunque cordial y a puro martillo de vida, “Los Heraldos Negros”.
En torno a una mesa de café o de restorán, previo un ansioso inquirimiento, casi siempre infructuoso por nuestros magros bolsillos de estudiantes, para allegar los dineros con que habíamos de pagar el viático y el vino, reuníamos José Eulogio Garrido, aristo-fánico y buenamente incisivo; Macedonio de la Torre, de múltiples y superiores facultades artísticas, perpetuamente distraído y pueril; Alcides Spelucín, uncioso y serio como un sacerdote; César A. Vallejo, de enjuto, bronceado y enérgico pergeño, con sus dichos y hechos de inverosímil puerilidad; Juan Espejo, niño balbuceante y tímido aún; Oscar Imaña, colmado de bondad cordial y susceptible exageradamente a las burlas y pullas de los otros; Federico Esquerre, bonachón manso, irónico, con la risa a flor de labio; Eloy Espinosa, a quien llamábamos “el Benjamín”, con su desorbitada y ruidosa alegría de vivir; Leoncio Muñoz, de generoso y férvido sentido admirativo; Víctor Raúl Haya de la Torre, en quien se apuntaban ya sus excepcionales facultades oratorias; y dos o tres años después, Juan Sotero, de criolla y aguda perspicacia irónica; Francisco Sandoval dueño de pávidos y embrujados poderes mediumínicos; Alfonso Sánchez Urteaga, pintor de gran fuerza, demasiado mozo, que tenía pegado aún a los labios el dulzor de los senos maternos, y algu nos otros muchachos de fresco corazón y encendida fantasía. Este ha sido y este es el hogar espiritual del poeta.
Otro día, el ágape fraterno solíase consumar, a base de cabrito y chicha, ante el sedante paisaje de Mansiche y en la huma de vivienda de algún indio. Frescas mozas de ojos ingenuos y de formas elásticas presentábannos las criollas viandas. Se llamaban Huamanchumo, Piminchumo, Anhuaman, Ñique. Servidos éramos por auténticas princesas de la más clara y legítima estirpe chimú, descendientes directos de los poderosos y magníficos curacas de Chanchán.
La playa de Huamán solitaria y solemne, de olas voraces y traidoras, solía también ser el escenario de estas líricas y férvidas juntas moceriles. Recitábanse allí a Darío, Nervo, Walt Whitman, Verlaine, Paul Fort, Saiman, Materlinck y tantos otros que poblaban de aladas y melódicas palabras la sonoridad inarticulada del mar, que abría a nuestra fantasía viajera sus “caminos innumerables”.
Rondas nocturnas, pensativas y de encendida cordialidad, unas; gárrulas y alborotadas, otras. Más de una vez la algarada juvenil turbó el sueño tranquilo de la vieja ciudad provinciana. Con frecuencia los amaneceres sorpren-díannos en estos trajines que tenían un adulzorado sabor romántico, apagando como de un soplo, la feérica fogata de nuestros ensueños.
La despreocupada irreverencia moceril que no se curaba de eminencias universitarias, ni de las consagradas y oficiales sabidurías de pupitre, tuvo que provocar, como provocó, una tensa hostilidad ambiente. La docta suficiencia de catedráticos aldeanos cuya curiosidad mental se alimentaba, o mejor, se había alimentado hacía treinta años, con las novelas de Pérez Escrich, Julio Verne y Alejandro Dumas, se irritó con las audacias y las zumbas de los mozos. El poeta de “Los Heraldos Negros” y de “Trilce” fue la víctima propiciatoria de los más ineptos e ineficaces ataques que no estaban desprovistos de cierta senil malignidad. Un buen señor que no sé si ha muerto ya y que si mal no recuerdo, se apellidaba Pacheco, digno émulo del de Quiroz, se hizo el instrumento pasivo de los otros, que no se atrevían a presentar batalla a cara descubierta. Así comenzó una heroica lucha que algunos años más tarde debía rendir tan pródigos frutos para la cultura y elevación mental de Trujillo.
Por este tiempo, conocimos un grupo de muchachas que nos brindaron gentil acogida. Las llamábamos con cierta intención, entre benévola y humorística, con nombre alegóricos o de la antigüedad clásica; ”Mirtho” era la del poeta. Una noche, mientras tomábamos un restaurador chocolate, los celos pusieron en manos del enamorado cantor un Smith &. Wesson con el cual se proponía vengar el sentimental agravio. No pocos esfuerzos nos costó disuadirle de la medioeval y caballeresca empresa. Al día siguiente partió a Lima.
Llegaron horas negras. El poeta pensaba, por entonces, salir al extranjero. Tenía ya su viaje preparado, pero antes quiso, por última vez, visitar el pequeño pueblo donde había nacido, sentir el tibio y sedante abrazo de su hogar, en el cual no estaba ya la buena madre viejecita que, tantas mañanas y tantas tardes, esperó que los altos cerros cuyas faldas subrayó, al alejarse, la inquieta sombra del hijo, se lo devolvieron de nuevo. El hijo vino cuando los senos maternos eran ya ausencia definitiva. Quien conozca el sórdido ambiente espiritual de los poblachos serranos en el Perú, se dará cuenta cabal de la maraña tinterillesca y lugareña en que cayó la ingenuidad del poeta. El claro varón que había nacido con los mayores dones de sensibilidad y de pureza ética, que era simple y bondadoso, como un niño, fue acusado de los más turbios crímenes. Abogado hubo que sostuvo ante el Tribunal la acusación de ladrón, de incendiario y hasta de homicida. Hubo otro, éste, camarada de estudios universitarios, que se presentó a fraguar la más inicua instrucción curialesca. Así se vengaba del genio la mediocre ineptitud abogadil. No quiero nombrar aquí a estos dos desdichados por no cubrirlos de ignominia. La generosidad del poeta también les ha perdonado ya.
Mientras la justicia ventilaba la causa, el acusado, con mandamiento de prisión, vivió los días más angustiosos y ásperos. Días de alarido interior y de bruno agravio. Tenía yo una minúscula casita de campo donde fue a refugiarse el perseguido. Largas noches de insomne pesadilla ante el paisaje estático y fúnebre, ante los encelados rumores del campo y ante los pávidos ojos de la noche muerta que eternizaba nuestra desesperanza. Hubo, sin embargo, hora dulcificadas, las más de las veces, por la presencia fraternal de algunos de los muchachos que he nombrado antes y que iban a visitarnos.
Después de dos meses, el poeta comenzó a sentir temores de ser sorprendido y resolvióse a salir a otro lugar que ofrecía, al parecer, mayor seguridad. No fue como esperaba, por que al día siguiente cayó en manos de sus jueces que le condujeron a la cárcel.
La juventud intelectual de Trujillo y la prensa estallaron entonces en airado grito de protesta, iniciando una enérgica campaña de rehabilitación. Siguieron, luego, los artistas e intelectuales a Arequipa y Lima y la prensa de Chiclayo. El suceso tuvo dolorosa repercusión en todo el país. Aquí debo mencionar a un inteligente abogado, admirador del poeta, que se prestó, generosamente, a hacer la defensa, hombre valeroso y de gran corazón, el doctor Carlos C. Godoy.
Seis meses fueron de brava lucha, contra la morosidad y el rutinarismo de los organismos judiciales. Aquella hermandad de muchachos que parecía cosa frívola y epidémica a los ojos fenicios, se irguió prepotente y bizarra contra la insidia, contra la calumnia y la difamación, contra el engranaje gastado y acuchillante de la justicia. Esta vez el acometimiento juvenil venció la modorra del Código, ante el pasmo y a pesar de los oficiantes mismos de la ley. Este hecho blasonó a Trujillo por sobre todos los pseudos blasones que suele ostentar.
El poeta, durante el tiempo que duró su prisión, mantúvose en tal dignidad y varonía que impuso respeto a todos. No imploró justicia reptando por los estrados judiciales, sí que la pidió y la exigió, verticalmente, como un hombre. Y al fin, la rehabilitación se produjo, plenaria, íntegra, absoluta.
En este oscuro periodo de dicterio del poeta crecióse superando su potencialidad creadora. Allí se astillaron, con sangre de su sangre, los mejores versos de “Trilce”. Donaba ritmos y mercaba agravios. Que América y la posteridad tengan en cuenta las ciciliadas lonjas cordiales que vale este libro.
Y ahora, el público que me permita retraerme para hablar en voz baja la palabra final, para secretear ternuras al hermano:
“Canta tus ritmos divinos, querido; cántalos siempre para que se abracen y se glicen como lianas a mis pensamientos; para que mis lágrimas, y mis alegrías y los más escondidos secretos de mi corazón, cuando busquen palabras para incorporarse, encuentren las tuyas, frescas edénicas y vivas; canta tus ritmos para que en la hora en que me suma en el mar de sombra y de callado imperio, me alargues tu mano musical, hermano...

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