Escrito de Luis Alberto Sánchez en su libro Literatura Peruana
ANTENOR ORREGO BAZAN (sic), nacido en Cajamarca en 1892, pero crecido y educado en La Libertad, se entregó desde muy joven a la embriaguez literaria. Formaba parte del grupo de Trujillo en el que fue compañero de César Vallejo, José Eulogio Garrido, Alcides Spelucín, Víctor Raúl Haya de la Torre, Macedonio de la Torre, Carlos Valderrama. Fue Orrego quién, según episodio largamente divulgado, pronosticó a Vallejo en un báquico funeral a Rubén Darío (fallecido el 6 de febrero de 1916) la gloria de que hoy disfruta. Cuando Valdelomar llegó a Trujillo, en su campaña para la captura estética del Perú, Orrego capitaneaba el grupo que se le adhirió. Para ello tuvo que combatir al sector romántico local, que dirigía el poeta Víctor Alejandro Hernández. Orrego abrazó valerosamente la causa de la renovación integral del Perú, filosófica, política y estéticamente. Ese hombrecillo menudo, de prematura calva, rostro alargado y frente fugitiva, ojos rasgados y azules, tez pecosa y ademanes suaves, tenía ideas claras, definidas y voz tan rotunda como sus ideas. Pronto alcanzó por sabiduría y edad el comando del grupo. Quizá para asentar aquel prestigio, fue de los más resueltos en sumarse al culto de los paraísos artificiales, implantado por los “colónidas”. Autodidacta incansable, que se forjó una sólida cultura poético-filosófica, en lo que coincidió con la tendencia neoidealista puesta en boga por los bergsonianos de Lima. Dato curioso: en ellos se movía también Ibérico, otro cajamarquino, contemplador de la naturaleza y de Dios. Lo que distingue a Orrego de Ibérico fue sobre todo la sensibilidad social y la capacidad de entusiasmo. No cohibido por ninguna traba interna, ni siquiera la profesoral, Orrego se lanzó en apolínea danza a mover metáforas e ideas. Así nació su primer libro, publicado mucho después, y así nació la generosa empresa de diario El Norte, que se empezó a editar en 1922, en asociación con Alcides Spelucín, su hermano político (Orrego estaba casado con Doña Carmela Spelucín). El Norte fue, al par que valuarte contra la penetración imperialista de la Northern Mining Company en el departamento de La Libertad, un valeroso vocero contra el gamonalismo comarcado y una palenque de inquietudes literarias en el que actuaron permanentemente Vallejo, Orrego, Spelucín, Sánchez, Mariátegui, Basadre, Bazán, Portal, Espinosa, y Del Mar, entre los literatos, y desde luego, Haya de la Torre, Vásquez Díaz, Cox, Seoane, entre los políticos. Cuando se produjo la ruptura ideológica en 1923, y Leguía se decidió a atacar a los estudiantes, El Norte se opuso enérgicamente al exceso gubernativo. Los desterrados y emigrados tuvieron una tribuna en aquel diario, muchas veces clausurados por diversas dictaduras.
Conviene aquí destacar la tarea de algunos periódicos de provincias, eco de la actitud “colónida” y precursores de los movimientos aprista, socialista y comunista: mencionados a El tiempo de Piura, dirigido por Luis Carranza; Noticias de Arequipa, dirigido por Luis de la Jara; El heraldo de Cajamarca, en el que tenía influencia Nazario Chávez Aliaga; La voz de Ica, bajo la dirección de Roger Luján Ripoll; El comercio de Cuzco, con José Ángel Escalante y Luis Valcárcel, El eco de Puno, La voz de Huancayo, El tiempo de Chiclayo; en general casi todos los diarios provincianos consideraban su deber prestar acogida a los anhelos renovadores de la nueva generación.
A los 30 años Antenor Orrego publicó su primer libro: Notas marginales (ideología poemática) Aforísticas. (Trujillo, 1922). La forma de expresar su pensamiento acusa al frecuente lector de Nietzsche y Rodó. En ese libro, Orrego señala algunos aspectos importantes de la inteligencia humana no solo por lo que le concierne a él, si no por lo que implica a su generación y a la subsiguiente, que reconocerán en Orrego a su maestro. Escribe:
“¿La Manera? Este es el hecho más trascendental, más doloroso y trágico de la vida. El universo al ser expresado se reduce a sus elementos mas escuetos: Se estiliza” (p. XIII)
Se trata como diría Ibérico, de “una filosofía estética”. Orrego insiste en la importancia del estilo y en el drama de conocer el propio estilo. Desde luego, reacciona contra el academismo:
“Quiere el espíritu académico que ajustemos la múltiple paradoja de nuestra vida, la múltiple fluidez de nuestro ser a un arquetipo único, y, las más de las veces, a un arquetipo envejecido y pretérito… Lo característico del espíritu académico es la aplicación de lo viejo a lo nuevo” (p. 42)
Pero así como se pronuncia en contra de las academias, se arroja también contra las sectas del sectarismo:
“El enemigo más acérrimo de la libertad es el espíritu de secta. La secta es el dogma actuando, y el dogma es el ungimiento del espíritu humano a una creencia, a una interpretación unilateral y expresiva de la vida. Para el sectario solo hay una verdad, una sola certidumbre que excluye a todos los demás” (p.45)
Cuando aborda el tema de la revolución, Orrego se apresura a definirla: “Repitamos la experiencia del pasado, superándola. Acaso esta sea la expresión más simple del espíritu revolucionario” (p.51). Concibe la enseñanza universitaria peruana como un error con su prurito de clasificar nada más que eso. E cuanto a la literatura, cree que es “un falso arte” y que su ejercito “rebaja” al universo (p. 89). En realidad, Orrego confunde “hacer literatura”, con un sustituir los hechos por palabras que no se reflejan. En suma, un arte con imitación, postizo.
No se puede negar que Orrego muestra algo de pueril perplejidad ante el mundo en cambio, y un adolescente entusiasmo frente a los cambios producidos. Pero él no supo nunca ahorrarse. Siete años después del primero publica su segundo libro, El monólogo eterno, pero en el entretanto, discurre su acción publicitaria de amauta, en gran parte y póstumamente recogida en el cuaderno estación primera.
Ya en ésa época, Orrego tentado por la filosofía oriental y la teosofía, acusaba de “anecdótico” al arte oriental y preconizaba “un arte integral en el que el carácter estuviera presidido por el destino”.
Desde luego, nada menos apegado al marxismo, en que se situó a menudo a Orrego, que este fatalismo orientalista, tan ajeno a la esencia del arte occidental que el mismo practicaba. Orrego que fue un romántico, tenía su preconcepto, más que un prejuicio, sobre muchas cosas, uno de ellos sobre el Perú, cuando en un artículo titulado “Americanismo y Peruanismo” afirma que “Peruanismo literario nunca lo ha habido después de la conquista, ni puede haberlo en el porvenir”, y cuando niega a Chocano “Auténticos valores hispanos y americanos, no hace sino rendirse ante la logomáquina del indigenismo de Valcárcel y sus discípulos, indigenismo occidentalista, más planta adventicia que de honda raigambre. Además los extremo de “Mexicanización y argentinización”, entre los que coloca Orrego al arte americano, no hacen sino limitarse a la moda de ese momento, sin perspectivas, a causa de un violento romanticismo autoctotonista, aunque sin autoctonía definitiva. Igualmente, los reparos de Orrego a Ortega y Gasset, siendo profundos, adolecen de cierto aire hiperbólico. Orrego no pretendía acaso ser un guía, le bastaba con la embriaguez de danzar al aire libre como Zaratustra, y cantar su verdad sin preocuparse de comprobar que fuese la verdad. En el libro el Monologo eterno (aforística) (Trujillo 1929) insiste sobre el tema ético y estético, y sobre la manera apodíctica de Nietzche.
En 1928, Orrego había sufrido mucho a causa de la persecución embozada y envilecedora de algunos esbirros. Quisieron enlodarle. Se mantuvo a flote a fuerza de dignidad y templanza. Pero en 1930, cae Leguía y nace el partido Aprista Peruano. Orrego, fraterno amigo de su fundador, se afilió al nuevo partido. En noviembre actuó en una fallida intentona de conciliar a civiles y militares jóvenes, intentona presidida, aunque el hecho fue negado después por el presidente Sánchez Cerro. En agosto de 1931 Orrego pronunciaba un magnífico discurso al recibir Trujillo a Haya de la Torre. Desde 1932 empezó la vía crucis del filósofo. Encarcelado, perseguido, vejado, tuvo que sobreponerse a las negras vicitudes, propias de un hombre en convicciones en un Perú como en el de entonces. Durante 13 años padeció esa desagradable e insistente experiencia. Durante el tal lapso, terminó su libro el Pueblo Continente (Santiago, Ercilla, 1939), que entregó para las prensas en 1937 con el subtítulo de “Ensayos para una interpretación de la América Latina”.
Utilizaba allí la doctrina aprista como trasfondo de su enfoque continental. Escribe:
“América, como lo digo en algunos capítulos de este libro, es el caso mas inmediato y acabado en que la organicidad se torna cristalización rígida, y, luego, desintegración atómica”
Libro escrito con pasión y en medio de serias dificultades, revela en su estilo eso mismo: Dificultades y pasión. No es un libro que se lea con facilidad, ni que se repiense sin objeciones. Su tesis parte del principio de que la conquista española fue una “catástrofe”, concepto unilateral y excesivo, cree que frente al juego de los continentes de hoy, América, por su unidad orgánica, lejos de ser una suma de patrias, es un “pueblo continente”, al que se debe respetar tal virtualidad. El pueblo Continente es un libro que se canta al espíritu de América y a su unidad, por tanto es un himno al porvenir.
Orrego, aparte de sus méritos de pensador, había sido el revelador y bautista de Vallejo. Hasta ahora su prólogo a Trilce (1922) permanece incólume. Su penetración no ha sido sobrepasada. Quiso acentuar y ampliar sus notas al respecto en un libro inédito memorial del tiempo, “Mi encuentro con César Vallejo” y quiso también ensanchar sus perspectivas Hacia un humanismo Americano, otro libro inédito, en que se trata de probar las excelencias humanísticas de la cultura continental.

Orrego fue electo senador por La Libertad en 1945, y rector de la Universidad de Trujillo en 1946. Sufrió de nuevo persecuciones a partir de 1949. Recuperó su libertad física solo en 1956. Estaba entonces dedicado a la teosofía y el orientalismo. La muerte vino a exonerarlo de nuevas preocupaciones el año de 1960.
El estilo de Orrego difiere del de los escritores de su generación, en lo barroco. Además, en el peculiar uso de los sustantivos absolutos, en las generalizaciones románticas. No obstante, lo cual, o quizá por eso mismo, es imposible hablar de Vallejo sin mencionar a Orrego, ni estudiar severamente a Haya de la Torre, Spelucín ni aún al propio Mariátegui, sin remitirse al autor de Pueblo Continente sacerdote y catacúmeno de un credo civil basado en la libertad, la justicia y el amor.
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